
Adiós, Bulgaria. Adiós. Un país que deja entrever pero no habla. Un país que quiere tener y no tiene. Un país que está silenciado. Un país que quiere jugar al juego del monopolio aunque luego sólo tenga un poso hondo, oscuro y vacío. Un país difícil, triste y gris. Gris, gris, gris… Y esa palabra vuelve a retumbar en mi mente día tras día después de un invierno largo. Como dice la canción de Fito y Fitipaldis.
Niños con sonrisas abandonadas. Edificios sin color pero a la vez con arcoiris. Un remolino de sentimientos se está avecinando a las puertas de mi despedida. Así es Bulgaria. Lo bueno y lo malo. Todo te lo da. Racismo hacia los gitanos, los turcos, los homosexuales mientras algunos señores hacen nudismo en la playa del Mar Negro. Contraste y contradicción.
Contradicción.
Tienen que avanzar, me repito cada noche fría mientras ando calle arriba por mi oscuro barrio.
Señoras mayores que te cogen del brazo porque sabes que vienes de fuera. Y ellas te lo agradecen cada segundo. Mmmm… ¿Y ese olor tan rico? ¡Veo mercados llenos de olores, colores y vida!, me dije la primera vez que crucé la calle y vi de lejos aquellos tenderetes.
Puedes encontrar todo y nada. Bulgaria.
Andar si rumbo por los pasadizos que atraviesan las avenidas o ver a niños tocando el violín en mitad del centro de la ciudad. Todo se hunde un halo de melancolía que deja el alma rota. Por no hablar de los orfanatos sin piedad que hay en cada esquina, donde las condiciones de vida son lamentables y el trato hacia los menores carece de humanidad.
Muchas estampas que quedan en mi corazón. Paseando por Varna de nuevo.










